Tapabocas

Por: Celeste D

Tapabocas

Cuando empezó todo, estábamos los dos en el sanatorio. A Ernesto le había salido un sarpullido en todo el cuerpo junto con unas líneas de fiebre que no bajaban y fuimos a la guardia, quedó unos días en observación mientras se recuperaba poco a poco. Nunca supimos bien que tuvo, pero ahí fue cuando llegaron las primeras noticias de Europa.

Volvimos a casa ya con los papeles del alta. Aunque, él seguía débil, por la enfermedad, intentamos seguir con la rutina, como si no pasara nada, un poco consternados porque las imágenes que llegaban de la tv eran impactantes. Pero Europa quedaba lejos. Y lo que estaba lejos nos dolía, de alguna forma, un poco menos. Y hasta nos resultaba irreal.

Nosotros siempre fuimos muy escépticos, Ernesto y yo. -Apagá la tele- solía decirme, indignado, -nada bueno sale de ahí. Y se iba al banco de madera del fondo, bajo el mandarino, a fumarse un pucho, y a pensar en algo.

Así, de golpe, las noticias que nos invadían del viejo continente, y que se veían tan lejanas, comenzaron a parecernos más reales, y menos imposibles de creer.

Allá en Italia, relataban los noticieros, cuando a escondidas prendía la tv, todo era un caos. La muerte acechando a todos. Como una sombra voraz, imaginaba yo, arrebatándole la vida a quien se le cruzara en las calles. Y que  ahora también en España, y en Reino Unido… y que todo había empezado en una ciudad de China, y que  tarde o temprano nos iba a tocar a nosotros.

Lentamente, nos fuimos sintiendo incómodos con todo el asunto, y como las hojas del otoño, secas y crujientes que empezaban a caer sobre la vereda, tapándola con sus tonos marrones y su melancolía, así nos fueron cubriendo lentamente las dudas y los temores.

Aparecieron entonces, unas semanas después, los primeros casos en nuestro barrio: un virus fatal, de máxima contagiosidad, que acechaba a viejos, principalmente. Como si la muerte no se conformara con el peso de nuestros años, además nos amenazaba un virus mortal a la vuelta de la esquina.

Y así, nos pidieron un día, los que saben, ya no recuerdo cuándo, que nos quedáramos en casa. Y cumpliendo a rajatabla, toda una semana, sin salir de nuestra casa. Los dos juntos, con un poco de temor, entre mate y mate, y con un colchón de hojas de otoño sobre nuestra vereda.

Obedientes, nos quedamos en casa, otra semana más. Y otra. Y otra más. El miedo a contagiarnos, y a que nos contagiaran, con las palabras, con la cercanía, con el contacto. Nos acostumbramos a la idea de no salir de casa. Palabras como tapabocas, confinamiento, cuarentena, distancia social, se fueron infiltrando en nuestra cotidianidad. Sin demasiados cuestionamientos, porque éramos viejos y porque, además,  teníamos algo de miedo.

Años atrás nos ocupábamos mucho de la casa: Ernesto pasaba sus días reparando goteras en los techos, o juntando las hojas secas para que no se tapara la canaleta, pintando las paredes, restaurando algunos muebles, ocupándose de su huerta, manteniendo el césped al ras; y yo limpiando ventanas, pasando el plumero donde el polvo se acumulaba, lustrando muebles vetustos y pesados, que Ernesto había heredado de su madre, cambiando el agua de los jarrones de cristal, para los jazmines frescos, recién cortados. La casa olía bien, y nosotros la manteníamos con esfuerzo, y obligación. Mantenerla en condiciones indicaba, sin decirlo, que nosotros también estábamos bien.

Afuera entonces, el virus. Adentro, seguimos con nuestra rutina, que ya era demasiado tranquila, sin sobresaltos, casi sin emociones. Nuestra casa era vieja como nosotros, y ahora olía a humedad y a abandono. No salíamos excepto para hacer alguna compra de alimentos, que entre los infaltables estaban: las tostadas sin sal, la mermelada de durazno para él, el queso crema para mí, la harina para amasar ñoquis, un paquete de yerba, un jugo de manzanas, y el dulce de batata. Y para ir la farmacia, aunque poco necesitábamos de allí, afortunadamente.

Ernesto, una noche en la que no lograba dormir, se puso a germinar, tomate, cebolla, puerro, morrón, palta…  Ahhh… teníamos un precioso árbol de palta, era tan grande y tan alto, y nos daba frutos enormes y deliciosos, que molestaban al vecino cada vez que caían sobre su patio y entonces Ernesto lo tuvo que derribar. De alguna forma, esa noche de insomnio, retomó su huerta, esa misma que había dejado morir cuando se nos murió el perro, hace unos años.

Yo, en confinamiento, desempolvé mis libros de poetisas de la juventud: Alfonsina Storni, Julia P. Farny, Olga Orozco, Silvina Ocampo. Los leía a la hora de la siesta, mientras el tibio sol entraba por la ventana.

Las canas comenzaron a cubrir todo mi cabello, que peinaba una y otra vez frente al espejo, mientras se me escapaba una sonrisa, mi cabello suelto, largo, lacio, brillante, como en la juventud. Pero gris. Ya no compraba tintes para tapar lo que la sociedad o yo misma no quería ver: el paso del tiempo.

Mientras tanto las noticias del miedo ocupaban horas y horas en la pantalla. Y nosotros, que éramos grandes, demasiado grandes decían ellos, no debíamos salir. Porque el despiadado virus estaba ahí llevándose a los que corríamos riesgo, a causa de la vejez.

Y adentro, como nos recordaban todos los días,  estábamos a salvo.

Y allí dentro, a salvo, en este nuevo encierro, nos enfrentamos con nosotros mismos, con la casa, con el tiempo, con la soledad, porque estábamos juntos pero era ese estar juntos una costumbre, los años que se nos fueron acumulando y la falta de valor para separarnos, para buscar nuevos caminos y nuevas aventuras. Estábamos juntos pero muy solos, cada uno encerrado en su soledad.

Años conviviendo con esta tormentosa y silenciosa enfermedad, que es la soledad dentro de la pareja, un encierro dentro de otro, un alarido desesperado que nadie oye, y acá estábamos, obligados por los que saben a enfrentarnos -y a amigarnos tal vez- con nosotros mismos, con nuestras decisiones, con nuestro pasado, con nuestras pasiones y con nuestras soledades también.

Recuerdo que una tarde, en este encierro impuesto, gritamos mucho, discutimos porque él había perdido sus herramientas de poda y me culpaba a mí de sus olvidos, y yo enfureci, y él también. Y no nos importaban los vecinos oyéndolo todo. Quería que me oyeran gritar mi desesperación.  

Quizás todos necesitábamos que alguien, otro, cualquiera, escuchara de algún modo nuestra desesperación; de estar con uno mismo, de estar con otros; del amor sin amor; de la costumbre, de la soledad, de este: el encierro propio, el que nos imponemos nosotros mismos.